Porque el adios es siempre una telaraña, un hilo de seda que nunca acaba de cortarse, que se pega en los dedos cada vez que intenta uno arrancarselo del pelo, de las pestañas,
el largo pañuelo que asoma por la boca de un ilusionista,
marea que va y vuelve y cuando vuelve ahoga.
No siempre.












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